Nuestra Señora del Rosario
«En el sexto mes fue enviado el ángel Gabriel de parte de Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un varón de nombre José, de la casa de David, y el nombre de la virgen era María. Y habiendo entrado donde ella estaba, le dijo: Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo. Ella se turbó al oír estas palabras, y consideraba que significaría esta salutación. Y el ángel le dijo: No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios: concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús.
Será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará eternamente sobre la casa de Jacob, y su Reino no tendrá fin. María dijo al ángel: ¿De que modo se hará esto, pues no conozco varón? Respondió el ángel y le dijo: El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el que nacerá será llamado Santo, Hijo de Dios (...). Dijo entonces María: He aquí la esclava del Señor hágase en mí según tu palabra. Y el ángel se retiró de su presencia.» (Lucas 1, 26-38)
I. Madre, el Evangelio de hoy narra el momento de la anunciación: el día en el que conociste con claridad tu vocación, la misión que Dios te pedía y para la que te había estado preparando desde que naciste. «No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios.» No tengas miedo, madre mía, pues aunque la misión es inmensa, también es extraordinaria la gracia, la ayuda que has recibido de parte de Dios. «¿De qué modo se hará esto, pues no conozco varón?»
Madre, te habías consagrado a Dios por entero, y José estaba de acuerdo con esa donación de tu virginidad. ¿Cómo ahora te pide Dios ser madre? No preguntas con desconfianza, como exigiendo más pruebas antes de aceptar la petición divina. Preguntas para saber cómo quiere Dios que lleves a término ese nuevo plan que te propone. «El Espíritu Santo descenderá sobre ti.»
Dios te quiere, a la vez, Madre y Virgen. «Virgen antes del parto, en el parto y por siempre después del parto» (Pablo IV). «He aquí la esclava del Señor, hágase en mi según tu palabra.» Madre, una vez claro el camino, la respuesta es definitiva, la entrega es total: aquí estoy, para lo que haga falta. ¡Qué ejemplo para mi vida, para mi entrega personal a los planes de Dios! Madre, ayúdame a ser generoso con Dios. Que, una vez tenga claro el camino, no busque arreglos intermedios, soluciones fáciles. Sé que si te imito, Madre, seré enteramente feliz.
II. «Nuestra Madre es modelo de correspondencia a la gracia y, al contemplar su vida, el Señor nos dará luz para que sepamos divinizar nuestra existencia ordinaria. (...) Tratemos de aprender, siguiendo su ejemplo en la obediencia a Dios, en esa delicada combinación de esclavitud y de señorío. En María no hay nada de aquella actitud de las vírgenes necias, que obedecen, pero alocadamente. Nuestra Señora oye con atención lo que Dios quiere, pondera lo que no entiende, pregunta lo que no sabe. Luego, se entrega toda al cumplimiento de la voluntad divina: «he aquí la esclava del Señor hágase en mí según tu palabra».
¿Veis la maravilla? Santa María, maestra de toda nuestra conducta, nos enseña ahora que la obediencia a Dios no es servilismo, no sojuzga la conciencia: nos mueve íntimamente a que descubramos «la libertad de los hijos de Dios» (Es Cristo que pasa.-173).
Madre, hoy se ve a mucha gente que no quiere que le dicten lo que debe hacer, que no quiere ser esclavo de nada ni de nadie. Paradójicamente, se mueven fuertemente controlados por las distintas modas, y no pueden escapar a la esclavitud de sus propias flaquezas. Tú me enseñas hoy que el verdadero señorío, la verdadera libertad, se obtiene precisamente con la obediencia fiel a la voluntad de Dios y con el servicio desinteresado a los demás.
El escenario ahora no es Jerusalén ni el Templo, sino que es Galilea, es «Nazaret»; no es el mundo eclesiástico, sacerdotal, cualificado, sino la ciudad, la calle, el mundo civil de la gente corriente. El mensajero es san Gabriel. Y san Gabriel se dirige ahora a una muchacha. El evangelio nos dice que era una virgen que estaba desposada; «y el nombre de la Virgen era María». Los relojes del mundo se aprestan para sonar las campanadas del Nuevo Testamento. Los justos todos, que descansaban en el seno de Abraham, se estremecen de gozo pensando en esta hora de liberación. El Verbo eterno está dispuesto para el paso definitivo: sin dejar de ser Dios será hombre también.
«-Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo». Éste es el saludo nunca jamás escuchado por oídos humanos. Primero, un imperativo de alegría. En el mundo griego se saludaba así: "Alégrate", y se respondía al saludo diciendo "Alégrate más". Al que deseaba alegría se correspondía deseándosela también. Pero hay alegría y alegría. No se trata aquí de un saludo corriente ni de una expresión habitual. Es, por el contrario, la concreción de todos los anuncios mesiánicos que, en el Antiguo Testamento, vienen dados en términos de gozo incontenido: «Alégrate, hija de Sión; lanza gritos de júbilo, Israel; gózate y alégrate de todo corazón..., porque Yahweh, tu Dios, viene a morar en medio de ti» (Zach 2, 14 ss.)
San Lucas, inspirado por el Espíritu Santo, ha querido utilizar un verbo de alegría. Y bien utilizado está. Después del saludo, un nombre nuevo. En el registro de Dios el nombre de la Virgen era ése: Plenitud de gracia, llena de gracia. Plenitud de gracia, Cristo -por ser Él quien es-, y María Santísima, por una especialísima elección de Dios. Plenitud de gracia, nadie más. Y después del saludo y del nombre nuevo, una solemne promesa de presencia divina: «El Señor está contigo.» Nunca la presencia de Dios fue tan grande, tan intensa, tan íntima, como en esta Virgen llamada María.
Dios está en las cosas todas, está en la piedra y está en la flor; Dios está especialmente en el conocimiento de los hombres y en el amor; Dios está en el alma de los justos como en un templo recibiendo adoración... Pero en nadie como en María. No sólo por el conocimiento y la voluntad, no sólo por la gracia sino también por la carne, que Él quiso tomar de sus entrañas para hacerse Dios con nosotros. Dios contigo y, por ti, Dios con nosotros.
El ángel se calló. Contemplaba lleno de asombro las dos primeras reacciones de la Virgen: -una inicial turbación interior, -y una actitud de reflexión profunda. Esta inquietud interior de María, este desvelo, no tiene parangón. Por lo tanto, no se identifica en absoluto con la turbación de Herodes al enterarse del nacimiento de Cristo (Mt 2, 3), ni siquiera con la turbación de Zacarías en el momento en que se le apareció el ángel (Lc 1, 12), ni tampoco con el nerviosismo de los apóstoles cuando vieron a Jesús caminar sobre las aguas y creyeron que era un fantasma (Mt 14, 26).
Más bien está en la línea de la finísima sensibilidad del Señor cuando, en las vísperas de su Pasión, dijo: «Ha llegado la Hora en que el Hijo del Hombre sea glorificado. Ahora mi alma está turbada, ¿y qué diré? Padre, glorifica tu nombre» (Juan 12, 27). ¿Y su reflexión? Su reflexión era discurrir en su interior, con una nota de asombro, como cuando las gentes del pueblo «discurrían en su corazón» pensando si Juan Bautista sería el Mesías que todos esperaban (Lc 3, 15).
El ángel se da cuenta de lo que pasa en el interior de la Virgen, y se apresura a decirle: «-No temas, María». Y le explicó su embajada: -«Has hallado gracia delante de Dios.» No una gracia común sino la más grande de todas, la perla escondida, el tesoro oculto, no sólo la gracia sino al autor de la gracia, la gracia suprema de la divina maternidad. En efecto, «concebirás en tu seno y darás a luz a un hijo a quien pondrás por nombre Jesús».
Cuando Nestorio intente negarle a la Virgen esta gracia extraordinaria, el Concilio de Éfeso lo excomulgará como hereje y definirá solemnemente el dogma de fe: María es Zeotókos, Madre de Dios hecho hombre, al que ella misma puso por nombre Jesús. No existe otro nombre en el que podamos encontrar la salvación más que este nombre de Jesús. El es grande, grande en cuanto Dios y también en cuanto hombre es Hijo de Dios, hijo natural, no adoptivo, hijo propio, hijo verdadero, en quien el Padre tiene puestas sus complacencias.
«Y María dijo: ¿Cómo será eso pues no conozco varón?» Hasta ahora hemos visto su reacción interior. Ahora conocemos sus palabras, las primeras palabras de la Virgen reseñadas en el evangelio. Y se trata de una pregunta. Pero no es una pregunta de duda ni de desconfianza. María sabía perfectamente -lo había dicho Isaías- que una Virgen concebiría y daría a luz a un hijo (Is 7, 14), precisamente al Enmanuel, Dios con nosotros. Lo que no sabía era el cómo.
Y tal es justamente su pregunta: «¿Cómo será eso pues no conozco varón?», ¿cómo se unen a la vez virginidad y maternidad? No cogió de sorpresa a Dios esta pregunta, pero ciertamente le dio alegría: todo salía como estaba previsto, hasta la última jota y hasta la última tilde. Virgen prudentísima deseosa de obedecer, plenamente conforme con la voluntad de Dios, Virgen digna de alabanza por su equilibrio y su serenidad. «Y el ángel le da la respuesta: El Espíritu Santo, la fuerza del Altísimo, la potencia amorosa de Dios te cubrirá con su sombra, y de ti nacerá el Hijo de Dios.» Los signos de la alianza dentro del Arca Santa, y sobre ella la sombra luminosa de Yahweh.
Esta era la respuesta: María, Nueva Arca de la Alianza, llevaría en su interior no un signo sino la Alianza viva de Dios con los hombres, y ello no por obra de varón sino por la acción todopoderosa del Señor. Y así, de Ella, como Hijo propio, nacería el Hijo de Dios.
Los Padres y los teólogos precisan: Cristo es totalmente obra del Padre y de la Virgen, hijo del Padre y de la Virgen, pero no son dosel hijo de Dios y el hijo de María, sino que el mismo y único Hijo eterno del Padre es, hecho hombre, hijo también de María. El arcángel añade un dato. No como prueba o señal que corrobore sus palabras, sino como información que interesaba a la Virgen: «-Isabel, tu pariente espera un hijo, y ya está de seis meses la que llamaban estéril.» ¡La llamaban estéril! Así la conocían en muchos ambientes y así la llamaban: ¡la estéril! Pero ahora iba a ser madre.
La esterilidad había dado paso a la fecundidad. Y ello era obra de la misericordia de Dios. El corazón de María tuvo que alegrarse inmensamente con esta noticia comunicada por el ángel. Y esa nota gozosa se trasluce en su entrega a la voluntad de Dios: «-He aquí la esclava del Señor.» «¡La esclava!» La Virgen sabía muy bien qué significaba esa palabra tan de uso común en su tiempo. Era palabra que no agradaba a los fariseos: «Somos descendencia de Abraham y nunca hemos sido esclavos, ¿cómo dices tú: Seréis libres?» (Juan 8, 33.) Le agradaba sin embargo a Jesucristo: El Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir (Mt 20, 28).
También a la Virgen le agradaba. La criatura más libre de todas, se entrega como la primera servidora de Dios. La realeza es servicio. Servir a Dios es reinar. «-Hágase en mí según tu palabra.» He aquí un acto de entrega en el que vale la pena pararse un momento. «Hágase» es una expresión que la encontramos en el Nuevo Testamento, sobre todo en dos ocasiones: Cuando Cristo, en el Huerto de los Olivos, dice al Padre: «Hágase tu voluntad, no la mía» (Lc 22, 42), y también en el Padrenuestro que rezan los cristianos: «Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo» (Mt 6, 10).
Esta palabra (de la Virgen, y de Cristo, y de los cristianos) es la misma en castellano («hágase») y en latín (fiat), pero no es la misma en el texto griego original. La de Cristo y de los cristianos es fundamentalmente un acto de voluntad: es la conformidad de la voluntad humana con la divina pase lo que pase, aunque cueste la vida, aunque haya que apurar el cáliz de la Pasión. Pero el «hágase» de la Virgen incluye un matiz optativo, un deseo, un ansia gozosa de entregarse.
No, no es que sea más perfecta su entrega que la de Cristo, ni más rendida, ni más amorosa. Cierto que no. Pero el matiz de la palabra original es distinto y hay que reseñarlo: tal vez porque la Virgen es mujer, quizá porque es más conforme con la psicología femenina. El «hágase» de María es un mundo de luz en el pórtico mismo de la encarnación del Verbo en su seno virginal. (Párrafos tomados de la introducción de la Carta Apostólica: "Rosarium Virginis Mariae"): El Rosario de la Virgen María, difundido gradualmente en el segundo Milenio bajo el soplo del Espíritu de Dios, es una oración apreciada por numerosos Santos y fomentada por el Magisterio.
En su sencillez y profundidad, sigue siendo también en este tercer Milenio apenas iniciado una oración de gran significado, destinada a producir frutos de santidad. Se encuadra bien en el camino espiritual de un cristianismo que, después de dos mil años, no ha perdido nada de la novedad de los orígenes, y se siente empujado por el Espíritu de Dios a «remar mar adentro» (duc in altum!), para anunciar, más aún, ’proclamar’ a Cristo al mundo como Señor y Salvador, «el Camino, la Verdad y la Vida» (Juan 14, 6), el «fin de la historia humana, el punto en el que convergen los deseos de la historia y de la civilización». (G. S., 45).
El Rosario, en efecto, aunque se distingue por su carácter mariano, es una oración centrada en la cristología. En la sobriedad de sus partes, concentra en sí la profundidad de todo el mensaje evangélico, del cual es como un compendio. En él resuena la oración de María, su perenne Magnificat por la obra de la Encarnación redentora en su seno virginal. Con él, el pueblo cristiano aprende de María a contemplar la belleza del rostro de Cristo y a experimentar la profundidad de su amor.
Mediante el Rosario, el creyente obtiene abundantes gracias, como recibiéndolas de las mismas manos de la Madre del Redentor. A él he confiado tantas preocupaciones y en él siempre he encontrado consuelo. Dos semanas después de la elección a la Sede de Pedro, como abriendo mi alma, me expresé así: «El Rosario es mi oración predilecta. ¡Plegaria maravillosa! Maravillosa en su sencillez y en su profundidad. [...]
Se puede decir que el Rosario es, en cierto modo, un comentario-oración sobre el capítulo final de la Constitución "Lumen gentium" del Vaticano II, capítulo que trata de la presencia admirable de la Madre de Dios en el misterio de Cristo y de la Iglesia. En efecto, con el trasfondo de las Avemarías pasan ante los ojos del alma los episodios principales de la vida de Jesucristo.
El Rosario en su conjunto consta de misterios gozosos, dolorosos y gloriosos, y nos ponen en comunión vital con Jesús a través ?podríamos decir? del Corazón de su Madre. Al mismo tiempo nuestro corazón puede incluir en estas decenas del Rosario todos los hechos que entraman la vida del individuo, la familia, la nación, la Iglesia y la humanidad. Experiencias personales o del prójimo, sobre todo de las personas más cercanas o que llevamos más en el corazón.
De este modo la sencilla plegaria del Rosario sintoniza con el ritmo de la vida humana». (Ángelus 5 noviembre 1978). Cuántas gracias he recibido de la Santísima Virgen a través del Rosario en estos años: Magnificat anima mea Dominum! Deseo elevar mi agradecimiento al Señor con las palabras de su Madre Santísima, bajo cuya protección he puesto mi ministerio petrino: Totus tuus! Recitar el Rosario, en efecto, es en realidad contemplar con María el rostro de Cristo.
«En el sexto mes fue enviado el ángel Gabriel de parte de Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un varón de nombre José, de la casa de David, y el nombre de la virgen era María. Y habiendo entrado donde ella estaba, le dijo: Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo. Ella se turbó al oír estas palabras, y consideraba que significaría esta salutación. Y el ángel le dijo: No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios: concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús.
Será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará eternamente sobre la casa de Jacob, y su Reino no tendrá fin. María dijo al ángel: ¿De que modo se hará esto, pues no conozco varón? Respondió el ángel y le dijo: El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el que nacerá será llamado Santo, Hijo de Dios (...). Dijo entonces María: He aquí la esclava del Señor hágase en mí según tu palabra. Y el ángel se retiró de su presencia.» (Lucas 1, 26-38)
I. Madre, el Evangelio de hoy narra el momento de la anunciación: el día en el que conociste con claridad tu vocación, la misión que Dios te pedía y para la que te había estado preparando desde que naciste. «No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios.» No tengas miedo, madre mía, pues aunque la misión es inmensa, también es extraordinaria la gracia, la ayuda que has recibido de parte de Dios. «¿De qué modo se hará esto, pues no conozco varón?»
Madre, te habías consagrado a Dios por entero, y José estaba de acuerdo con esa donación de tu virginidad. ¿Cómo ahora te pide Dios ser madre? No preguntas con desconfianza, como exigiendo más pruebas antes de aceptar la petición divina. Preguntas para saber cómo quiere Dios que lleves a término ese nuevo plan que te propone. «El Espíritu Santo descenderá sobre ti.»
Dios te quiere, a la vez, Madre y Virgen. «Virgen antes del parto, en el parto y por siempre después del parto» (Pablo IV). «He aquí la esclava del Señor, hágase en mi según tu palabra.» Madre, una vez claro el camino, la respuesta es definitiva, la entrega es total: aquí estoy, para lo que haga falta. ¡Qué ejemplo para mi vida, para mi entrega personal a los planes de Dios! Madre, ayúdame a ser generoso con Dios. Que, una vez tenga claro el camino, no busque arreglos intermedios, soluciones fáciles. Sé que si te imito, Madre, seré enteramente feliz.
II. «Nuestra Madre es modelo de correspondencia a la gracia y, al contemplar su vida, el Señor nos dará luz para que sepamos divinizar nuestra existencia ordinaria. (...) Tratemos de aprender, siguiendo su ejemplo en la obediencia a Dios, en esa delicada combinación de esclavitud y de señorío. En María no hay nada de aquella actitud de las vírgenes necias, que obedecen, pero alocadamente. Nuestra Señora oye con atención lo que Dios quiere, pondera lo que no entiende, pregunta lo que no sabe. Luego, se entrega toda al cumplimiento de la voluntad divina: «he aquí la esclava del Señor hágase en mí según tu palabra».
¿Veis la maravilla? Santa María, maestra de toda nuestra conducta, nos enseña ahora que la obediencia a Dios no es servilismo, no sojuzga la conciencia: nos mueve íntimamente a que descubramos «la libertad de los hijos de Dios» (Es Cristo que pasa.-173).
Madre, hoy se ve a mucha gente que no quiere que le dicten lo que debe hacer, que no quiere ser esclavo de nada ni de nadie. Paradójicamente, se mueven fuertemente controlados por las distintas modas, y no pueden escapar a la esclavitud de sus propias flaquezas. Tú me enseñas hoy que el verdadero señorío, la verdadera libertad, se obtiene precisamente con la obediencia fiel a la voluntad de Dios y con el servicio desinteresado a los demás.
El escenario ahora no es Jerusalén ni el Templo, sino que es Galilea, es «Nazaret»; no es el mundo eclesiástico, sacerdotal, cualificado, sino la ciudad, la calle, el mundo civil de la gente corriente. El mensajero es san Gabriel. Y san Gabriel se dirige ahora a una muchacha. El evangelio nos dice que era una virgen que estaba desposada; «y el nombre de la Virgen era María». Los relojes del mundo se aprestan para sonar las campanadas del Nuevo Testamento. Los justos todos, que descansaban en el seno de Abraham, se estremecen de gozo pensando en esta hora de liberación. El Verbo eterno está dispuesto para el paso definitivo: sin dejar de ser Dios será hombre también.
«-Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo». Éste es el saludo nunca jamás escuchado por oídos humanos. Primero, un imperativo de alegría. En el mundo griego se saludaba así: "Alégrate", y se respondía al saludo diciendo "Alégrate más". Al que deseaba alegría se correspondía deseándosela también. Pero hay alegría y alegría. No se trata aquí de un saludo corriente ni de una expresión habitual. Es, por el contrario, la concreción de todos los anuncios mesiánicos que, en el Antiguo Testamento, vienen dados en términos de gozo incontenido: «Alégrate, hija de Sión; lanza gritos de júbilo, Israel; gózate y alégrate de todo corazón..., porque Yahweh, tu Dios, viene a morar en medio de ti» (Zach 2, 14 ss.)
San Lucas, inspirado por el Espíritu Santo, ha querido utilizar un verbo de alegría. Y bien utilizado está. Después del saludo, un nombre nuevo. En el registro de Dios el nombre de la Virgen era ése: Plenitud de gracia, llena de gracia. Plenitud de gracia, Cristo -por ser Él quien es-, y María Santísima, por una especialísima elección de Dios. Plenitud de gracia, nadie más. Y después del saludo y del nombre nuevo, una solemne promesa de presencia divina: «El Señor está contigo.» Nunca la presencia de Dios fue tan grande, tan intensa, tan íntima, como en esta Virgen llamada María.
Dios está en las cosas todas, está en la piedra y está en la flor; Dios está especialmente en el conocimiento de los hombres y en el amor; Dios está en el alma de los justos como en un templo recibiendo adoración... Pero en nadie como en María. No sólo por el conocimiento y la voluntad, no sólo por la gracia sino también por la carne, que Él quiso tomar de sus entrañas para hacerse Dios con nosotros. Dios contigo y, por ti, Dios con nosotros.
El ángel se calló. Contemplaba lleno de asombro las dos primeras reacciones de la Virgen: -una inicial turbación interior, -y una actitud de reflexión profunda. Esta inquietud interior de María, este desvelo, no tiene parangón. Por lo tanto, no se identifica en absoluto con la turbación de Herodes al enterarse del nacimiento de Cristo (Mt 2, 3), ni siquiera con la turbación de Zacarías en el momento en que se le apareció el ángel (Lc 1, 12), ni tampoco con el nerviosismo de los apóstoles cuando vieron a Jesús caminar sobre las aguas y creyeron que era un fantasma (Mt 14, 26).
Más bien está en la línea de la finísima sensibilidad del Señor cuando, en las vísperas de su Pasión, dijo: «Ha llegado la Hora en que el Hijo del Hombre sea glorificado. Ahora mi alma está turbada, ¿y qué diré? Padre, glorifica tu nombre» (Juan 12, 27). ¿Y su reflexión? Su reflexión era discurrir en su interior, con una nota de asombro, como cuando las gentes del pueblo «discurrían en su corazón» pensando si Juan Bautista sería el Mesías que todos esperaban (Lc 3, 15).
El ángel se da cuenta de lo que pasa en el interior de la Virgen, y se apresura a decirle: «-No temas, María». Y le explicó su embajada: -«Has hallado gracia delante de Dios.» No una gracia común sino la más grande de todas, la perla escondida, el tesoro oculto, no sólo la gracia sino al autor de la gracia, la gracia suprema de la divina maternidad. En efecto, «concebirás en tu seno y darás a luz a un hijo a quien pondrás por nombre Jesús».
Cuando Nestorio intente negarle a la Virgen esta gracia extraordinaria, el Concilio de Éfeso lo excomulgará como hereje y definirá solemnemente el dogma de fe: María es Zeotókos, Madre de Dios hecho hombre, al que ella misma puso por nombre Jesús. No existe otro nombre en el que podamos encontrar la salvación más que este nombre de Jesús. El es grande, grande en cuanto Dios y también en cuanto hombre es Hijo de Dios, hijo natural, no adoptivo, hijo propio, hijo verdadero, en quien el Padre tiene puestas sus complacencias.
«Y María dijo: ¿Cómo será eso pues no conozco varón?» Hasta ahora hemos visto su reacción interior. Ahora conocemos sus palabras, las primeras palabras de la Virgen reseñadas en el evangelio. Y se trata de una pregunta. Pero no es una pregunta de duda ni de desconfianza. María sabía perfectamente -lo había dicho Isaías- que una Virgen concebiría y daría a luz a un hijo (Is 7, 14), precisamente al Enmanuel, Dios con nosotros. Lo que no sabía era el cómo.
Y tal es justamente su pregunta: «¿Cómo será eso pues no conozco varón?», ¿cómo se unen a la vez virginidad y maternidad? No cogió de sorpresa a Dios esta pregunta, pero ciertamente le dio alegría: todo salía como estaba previsto, hasta la última jota y hasta la última tilde. Virgen prudentísima deseosa de obedecer, plenamente conforme con la voluntad de Dios, Virgen digna de alabanza por su equilibrio y su serenidad. «Y el ángel le da la respuesta: El Espíritu Santo, la fuerza del Altísimo, la potencia amorosa de Dios te cubrirá con su sombra, y de ti nacerá el Hijo de Dios.» Los signos de la alianza dentro del Arca Santa, y sobre ella la sombra luminosa de Yahweh.
Esta era la respuesta: María, Nueva Arca de la Alianza, llevaría en su interior no un signo sino la Alianza viva de Dios con los hombres, y ello no por obra de varón sino por la acción todopoderosa del Señor. Y así, de Ella, como Hijo propio, nacería el Hijo de Dios.
Los Padres y los teólogos precisan: Cristo es totalmente obra del Padre y de la Virgen, hijo del Padre y de la Virgen, pero no son dosel hijo de Dios y el hijo de María, sino que el mismo y único Hijo eterno del Padre es, hecho hombre, hijo también de María. El arcángel añade un dato. No como prueba o señal que corrobore sus palabras, sino como información que interesaba a la Virgen: «-Isabel, tu pariente espera un hijo, y ya está de seis meses la que llamaban estéril.» ¡La llamaban estéril! Así la conocían en muchos ambientes y así la llamaban: ¡la estéril! Pero ahora iba a ser madre.
La esterilidad había dado paso a la fecundidad. Y ello era obra de la misericordia de Dios. El corazón de María tuvo que alegrarse inmensamente con esta noticia comunicada por el ángel. Y esa nota gozosa se trasluce en su entrega a la voluntad de Dios: «-He aquí la esclava del Señor.» «¡La esclava!» La Virgen sabía muy bien qué significaba esa palabra tan de uso común en su tiempo. Era palabra que no agradaba a los fariseos: «Somos descendencia de Abraham y nunca hemos sido esclavos, ¿cómo dices tú: Seréis libres?» (Juan 8, 33.) Le agradaba sin embargo a Jesucristo: El Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir (Mt 20, 28).
También a la Virgen le agradaba. La criatura más libre de todas, se entrega como la primera servidora de Dios. La realeza es servicio. Servir a Dios es reinar. «-Hágase en mí según tu palabra.» He aquí un acto de entrega en el que vale la pena pararse un momento. «Hágase» es una expresión que la encontramos en el Nuevo Testamento, sobre todo en dos ocasiones: Cuando Cristo, en el Huerto de los Olivos, dice al Padre: «Hágase tu voluntad, no la mía» (Lc 22, 42), y también en el Padrenuestro que rezan los cristianos: «Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo» (Mt 6, 10).
Esta palabra (de la Virgen, y de Cristo, y de los cristianos) es la misma en castellano («hágase») y en latín (fiat), pero no es la misma en el texto griego original. La de Cristo y de los cristianos es fundamentalmente un acto de voluntad: es la conformidad de la voluntad humana con la divina pase lo que pase, aunque cueste la vida, aunque haya que apurar el cáliz de la Pasión. Pero el «hágase» de la Virgen incluye un matiz optativo, un deseo, un ansia gozosa de entregarse.
No, no es que sea más perfecta su entrega que la de Cristo, ni más rendida, ni más amorosa. Cierto que no. Pero el matiz de la palabra original es distinto y hay que reseñarlo: tal vez porque la Virgen es mujer, quizá porque es más conforme con la psicología femenina. El «hágase» de María es un mundo de luz en el pórtico mismo de la encarnación del Verbo en su seno virginal. (Párrafos tomados de la introducción de la Carta Apostólica: "Rosarium Virginis Mariae"): El Rosario de la Virgen María, difundido gradualmente en el segundo Milenio bajo el soplo del Espíritu de Dios, es una oración apreciada por numerosos Santos y fomentada por el Magisterio.
En su sencillez y profundidad, sigue siendo también en este tercer Milenio apenas iniciado una oración de gran significado, destinada a producir frutos de santidad. Se encuadra bien en el camino espiritual de un cristianismo que, después de dos mil años, no ha perdido nada de la novedad de los orígenes, y se siente empujado por el Espíritu de Dios a «remar mar adentro» (duc in altum!), para anunciar, más aún, ’proclamar’ a Cristo al mundo como Señor y Salvador, «el Camino, la Verdad y la Vida» (Juan 14, 6), el «fin de la historia humana, el punto en el que convergen los deseos de la historia y de la civilización». (G. S., 45).
El Rosario, en efecto, aunque se distingue por su carácter mariano, es una oración centrada en la cristología. En la sobriedad de sus partes, concentra en sí la profundidad de todo el mensaje evangélico, del cual es como un compendio. En él resuena la oración de María, su perenne Magnificat por la obra de la Encarnación redentora en su seno virginal. Con él, el pueblo cristiano aprende de María a contemplar la belleza del rostro de Cristo y a experimentar la profundidad de su amor.
Mediante el Rosario, el creyente obtiene abundantes gracias, como recibiéndolas de las mismas manos de la Madre del Redentor. A él he confiado tantas preocupaciones y en él siempre he encontrado consuelo. Dos semanas después de la elección a la Sede de Pedro, como abriendo mi alma, me expresé así: «El Rosario es mi oración predilecta. ¡Plegaria maravillosa! Maravillosa en su sencillez y en su profundidad. [...]
Se puede decir que el Rosario es, en cierto modo, un comentario-oración sobre el capítulo final de la Constitución "Lumen gentium" del Vaticano II, capítulo que trata de la presencia admirable de la Madre de Dios en el misterio de Cristo y de la Iglesia. En efecto, con el trasfondo de las Avemarías pasan ante los ojos del alma los episodios principales de la vida de Jesucristo.
El Rosario en su conjunto consta de misterios gozosos, dolorosos y gloriosos, y nos ponen en comunión vital con Jesús a través ?podríamos decir? del Corazón de su Madre. Al mismo tiempo nuestro corazón puede incluir en estas decenas del Rosario todos los hechos que entraman la vida del individuo, la familia, la nación, la Iglesia y la humanidad. Experiencias personales o del prójimo, sobre todo de las personas más cercanas o que llevamos más en el corazón.
De este modo la sencilla plegaria del Rosario sintoniza con el ritmo de la vida humana». (Ángelus 5 noviembre 1978). Cuántas gracias he recibido de la Santísima Virgen a través del Rosario en estos años: Magnificat anima mea Dominum! Deseo elevar mi agradecimiento al Señor con las palabras de su Madre Santísima, bajo cuya protección he puesto mi ministerio petrino: Totus tuus! Recitar el Rosario, en efecto, es en realidad contemplar con María el rostro de Cristo.
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