Quien te ama, oh excelsa María, escuche esto y llénese de gozo:
El Cielo exulta de dicha,
la tierra, de admiración,
cuando digo: ¡Avemaría!
Mientras que el mundo se aterra,
poseo el Amor de Dios,
cuando digo: ¡Avemaría!
Mis temores me disipan,
mis pasiones se apaciguan,
cuando digo: ¡Avemaría!
Mi devoción se acrecienta
y alcanzo la contrición,
cuando digo: ¡Avemaría!
Se confirma mi esperanza,
se acrecienta mi consuelo,
cuando digo: ¡Avemaría!
Salta de gozo mi espíritu,
se disipa mi tristeza,
cuando digo: ¡Avemaría!
Porque la dulzura de esta suavísima salutación es tan grande que no hay términos adecuados para explicarla debidamente y, después de haber dicho de Ella maravillas, resulta todavía tan escondida y profunda, que es imposible descubrirla. Es corta en palabras, pero grande en misterios. Es más dulce que la miel y más preciosa que el oro. Hay que tenerla frecuentemente en el corazón para meditarla y en la boca para recitarla y repetirla devotamente
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